miércoles, 16 de marzo de 2016

Mi abuelo

J. era una persona muy peculiar. Tenía una curiosidad infinita por los inventos, las máquinas o cualquier tipo de ingenio. Cada dos por tres aparecía en casa con algún chisme nuevo. Y a mi abuela, que hubiera preferido que no se inventara la rueda, porque para qué hacer las cosas de otro modo, cuando se pueden cargar las patatas al hombro y listo, sin necesidad de carros ni cosas de esas, se la llevaban los demonios.

Siempre tuvo una salud de hierro. Nunca se ponía malo. Pero ¡ay!¡qué ganas tenía de padecer alguna enfermedad! Buscaba y rebuscaba síntomas, sin resultado. A medida que se fue haciendo mayor, se fue enganchando a esa costumbre de algunos abuelillos de acudir a la consulta de su médico de familia de manera casi rutinaria. Y allí, sobre la marcha, se inventaba síntomas de alguna enfermedad sobre la que había leído en algún ejemplar del Diario Médico que caía en sus manos.

Otras veces, se autodiagnosticaba alguna patología de gravedad muy variada. Y, cómo no, se imponía el remedio que mejor le parecía. Una vez que se vacunó de la gripe, le pareció que la vacuna "le había sentado estupendamente", así que decidió ponérsela de nuevo unos días después. Para eso tuvo que ir a un consultorio privado, claro, porque su enfermera habitual le mandó a paseo al primer intento.

Durante años se quejó de que se le dormían las piernas. Seguramente fuera cierto, porque el riego ya no sería el de años atrás. Pero el remedio era lo mejor. Las piernas se le despertaban gracias a dos deditos de agua de Solán de Cabras que tomaba a diario religiosamente. Con dos era suficiente.

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