Transporte
escolar
Su padre hacía un poco de todo. Como la
mayoría de los vecinos del pueblo, era labrador. Así que en agosto tocaba
cosechar, trillar y beldar, bajo un despiadado sol castellano que calentaba
poco todo el año, salvo precisamente esos días en los que tocaba sacar el dalle
y la hoz. También era carpintero, y
cuenta que, con un dos caballos azul medio destartalado, repartían él, su padre
y sus hermanos, el butano por los pueblos. Hasta doce bombonas recuerda haber
metido en la tartana.
Entre oficio y oficio, al padre también
le salió el de transporte escolar. Cada día, llevaba a los chicos de los
pueblos de la comarca, bajando por la sierra, hasta la escuela. Pero además le
tocaba llevar a una pareja de la Guardia Civil. Los recogía en la taberna de
uno de los pueblines, donde había que esperarles hasta que se terminasen su
copita, aunque se llegase tarde a la escuela. Cualquiera se la jugaba con ésos.
Algunos días le acompañaba su hijo
mediano, de trece años, que llevaba el autobús con tanta soltura que los
guardias le decían: “Joder, Cayo, qué bien conduce tu chico”. Aunque luego
añadían: “Oye, cuando nos acerquemos a la carretera nacional, os cambiáis, no
vaya a ser que nos encontremos a los de tráfico y nos metamos en un lío”.
Y se cambiaban.
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